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Soldados muriendo por nuestra libertad
Mi ejército y sus soldados caídos defendiendo nuestra libertad, merecen respeto y no podemos permitir que pisoteen su memoria con una falsa y mezquina condena por genocidio, porque ellos, antes y después de ser soldados, eran indígenas y campesinos de verdad, no de los que sólo se colocan sombrero y toman el machete para ir a bloquear carreteras para que les regalen lo que deberían estarse ganando con su trabajo.
 
 
 
 
 
La Escuela Politécnica
Lo que piensan aquellos que se cree que no piensan.
Después del desayuno, Antonio nos invitó a unas butacas en el patio de su casa.   Nos acomodamos y Antonio hizo lo mismo aprovechando los descansa brazos de su butaca.   Miró al frente, revisando si todos le observábamos y prestábamos atención, para luego dirigir su mirada ligeramente hacia arriba como buscando el horizonte y procurando perderse en sus propios recuerdos continuar su relato.

- Nos examinamos más de quinientos interesados en ingresar a la Escuela Politécnica.   Cultura general, matemática básica, pruebas psicosométricas, examen de salud y el respectivo examen físico.   Todos los exámenes me parecieron sencillos.   La prueba de valor consistía en lanzarse a la piscina desde un trampolín de tres metros de altura.   Esa prueba de valor es insignificante comparada con los toboganes que se encuentran en muchas piscinas de hoy, especialmente las del IRTRA en Reu.   Sin embargo, en aquel tiempo, la prueba de valor descalificó a muchos.    En mi caso, la prueba de valor era sencilla, porque con mis amigos buscábamos las pozas más hondas del río Peraz, para lanzarnos desde lo más alto que nos era posible.    Subíamos a los árboles que estaban junto al río o desde el puente cuando el río estaba crecido por las lluvias, aunque recibíamos serios regaños de nuestros padres porque los ríos crecidos arrastran piedras y árboles, así que, con las aguas turbias que caracterizan los ríos crecidos, era imposible asegurar que no había peligro en el agua cuando nos lanzábamos a ella.   Por eso, lanzarme de un trampolín de tres metros de altura, a una piscina de aguas cristalinas, era un lujo y no una prueba de valor mi.

- Ciento treinta y ocho muchachos ganamos el derecho de ingresar.   De seis semestres era en aquel entonces la carrera militar, que ahora es de ocho semestres.   Sólo ochenta y seis concluimos el segundo semestre y pasamos al tercero.   Se fueron quedando muchos con cada cambio de semestre.   De los ciento treinta y ocho que ingresamos, veinticinco nos graduamos de oficiales del ejército de Guatemala al concluir los tres años y, según nosotros, aunque con el natural temor a los riesgos que correríamos, estábamos listos para ir a luchar por nuestra patria.

- Se dice fácil “tres años”, pero cuando se está bajo presión, con un sólo día basta para sentir que tres años equivalen a una eternidad.   Ingresamos un lunes siete de enero.  Mi papá y un amigo suyo, me acompañaron.   Nos mandaron hacer tres filas, del más alto al más bajo de estatura, todos portando su bolsa de tela azul que contenía todas las cosas que nos habían pedido, era como nuestra lista de útiles que llevan los niños de párvulos con cada juguete que se le ocurre al colegio, era una pesada bolsa azul:  Tenis, sábanas blancas, calcetines, playeras blancas y verdes, calzoncillos, toallas blancas, pañuelos blancos y útiles de aseo personal como rasuradoras, talcos, jabón de olor, cepillo y pasta de dientes, loción, espuma de afeitar y varias cosas más que no recuerdo, pero, eso sí, nunca podré olvidar que era más pesada de lo que parecía cuando hicimos un largo recorrido con ella en hombros y nosotros en cuclillas.

- Estábamos formados en la parte baja de una plazoleta frente al edificio administrativo, con los cadetes antiguos que serían nuestros encargados ya dándonos instrucciones en voz baja, porque unas gradas arriba estaban nuestros familiares despidiéndose con la mirada y la cara marcada por la incertidumbre de lo que esperaba a sus hijos en esa vida que estaba por comenzar, mientras tanto, nosotros, los que estábamos ingresando, cuando empezaron a guiar a nuestros familiares para retirarse, con mucha zozobra sentimos que nuestro Sol se ocultaba lentamente para dar lugar a la oscuridad y a una desconocida tormenta.  Cuando nuestros familiares fueron despedidos, poco habían caminado para que ya no los pudiéramos ver y ellos tampoco a nosotros, fue allí cuando recibimos la enérgica orden de caminar en cuclillas con aquella bolsa azul sobre la nuca.   Allí empezaron las burlas y regaños para los gorditos que a duras penas adoptaban la posición de cuclillas y colocarse la bolsa azul sobre la nuca era una prueba de equilibrio imposible para ellos.

- Primera parada: “La barbería”.  Hicimos fila en cuclillas.  Es difícil crear desorden en una fila en cuclillas sin que se identifique al que lo provoca, por eso, la mejor forma de tener el control es colocar a todos en cuclillas.   Allí empezamos a notar que cualquier posición comoda que adopte un cadete nuevo representa una falta de respeto para sus antiguos.  Al sentarnos en las sillas de los barberos, mientras caía todo nuestro cabello, teníamos que mantener las piernas extendidas en el aire, no se nos permitía apoyar los pies en la parte de la silla “diseñada para eso”, para apoyar los pies.   Después nos fuimos enterando de todas las restricciones para los nuevos cadetes o aspirantes como se les considera el primer mes y algunas eran un poco graciosas:   Un cadete nuevo no puede caminar, no importa de donde a donde se desplazará, la forma correcta de hacerlo es corriendo, de tal forma que, si era necesario dar alguna explicación a un cadete que ya tenía derecho a caminar, el cadete nuevo estaba obligado a trotar aunque fuera sin avanzar más rápido que aquel que caminaba y si se detenía el cadete antiguo, el cadete nuevo se quedaba “rebotando”, como si corría en el mismo punto, pero no podía mantener sus piernas en paz.   Se sentía ridículo hacerlo pero luego, cuando tu tiempo ha pasado, causaba gracia ver a “los nuevos nuevos” hacerlo.

- Continuando con “algunas restricciones”.  Para comer, en el comedor habían sillas muy resistentes, sillas con patas de metal y de un plástico muy duradero y ondulado que no tenía quiebres agudos.  Un cadete nuevo no tenía derecho a utilizar la silla normalmente, sólo podía sentarse en el borde de la silla, ocupando cuatro dedos de ella y manteniendo las piernas completamente estiradas y con el cuerpo erguido, comer era todo un protocolo:  Ya era incómoda la posición en la que nos sentábamos, pero aún así, sólo podíamos usar una mano para comer, la otra debía permanecer pegada al cuerpo, con el brazo estirado hacia abajo junto a la silla.   Nos dijeron, “la comida va a la boca, no la boca a la comida” y para comprenderlo, era necesario formar una escuadra cuando “transportábamos” la comida del plato a la boca, manteniendo el cuerpo recto, la mano tomaba la comida con el cubierto, la elevaba a la altura de la boca y luego la acercaba a la boca.  Comer era algo muy tedioso pero, pocos días después, nuestros cuerpos lo hacían rápidamente porque la lentitud la peor enemiga del hambre y, créanme, en ese lugar no te quieres perder ni el último bocado de comida en el plato.  Tres minutos eran, después, mucho tiempo.   Si mirábamos a nuestros compañeros comiendo de esa forma que parecía tan estúpida y no hubiésemos estado bajo tanta presión, hubiéramos roto en carcajadas.  De verdad, era gracioso, pero era lo normal y hasta después se comprendía el propósito, cuando veíamos a personas comiendo casi metidas en el plato.

- También recuerdo la regla que aplicaban a los nuevos con relación a las basuritas en la grama o las cunetas de los pasillos.   Ahora que lo recuerdo, nunca me detuve a pensar ¿Por qué había basuritas? y es fácil comprender que no falta un salvaje que sólo cumple las reglas cuando es observado.  Un extraño animal que se domestica a la vista del amo pero fuera de ella, es un salvaje nuevamente.  Si, no hay otra explicación.  Los nuevos tenían la responsabilidad de recoger cualquier basurita que se cruzara en su camino y colocarla en las bolsas de su pantalón para depositarlas en un basurero que también encontrara en su camino.   Algunos llevaban la regla al extremo, exigiendo que los nuevos, para garantizar que cumplían con su tarea, siempre mantuviesen basuritas en sus bolsillos, prodigando castigos cuando eso no se cumplía.  Los pícaros no faltan, aquellos que nunca recogían una basura y en sus bolsas cargaban basuras que ellos mismos producían.   Si un oficial llamaba la atención públicamente acerca de muchas basuritas regadas en la Escuela, era una sentencia para los cadetes nuevos y se organizaba una hora de castigo que consistía en ejercicios que dejaban a todos con la lengua fuera del agotamiento.

Ahora, sigamos con el relato del ingreso.

- Nos llevaron a las cuadras nuevas, a poco más de dos kilómetros de donde nos despidieron nuestros familiares, unas instalaciones alejadas de las que ocupaban los cadetes antiguos y permanecimos allí por una semana.  Siete eternos días.  Los cadetes antiguos comprendían lo que sentíamos y a partir del sexto día jugaban con eso dándonos noticias fantásticas que, en otras circunstancias nos hubiesen parecido ridículas, allí les otorgábamos el beneficio de la duda:  “Los carros ya vuelan”, “Hubo un cambio de presidente”, “La guerrilla ya está atacando en la ciudad y de un momento vienen por ustedes para enviarlos a luchar junto con los cadetes antiguos”, en fin, decían tonterías pero nosotros, sintiendo que ya teníamos una eternidad allí, previo a la visita de la familia del séptimo día, aprovecharon a jugar con eso.

- La instrucción inició de inmediato, no había tiempo que perder.   Las dominadas y las “a tierras”, estaban en la punta de la lengua de aquellos amargados que nos asignaron como galonistas encargados.    Les mostraré cómo es estar en cuclillas y caminar así, cómo se hace una dominada y una “a tierra”.   – Dicho eso, nuestro ya rechoncho amigo, hizo pocas demostraciones que a él, lo dejaron bastante agitado y a los niños, riendo de buena gana, por la dificultad que para el pobre Antonio, representaron esas “acrobacias”.

- Ahora, mientras recupero el aire, todos los niños harán lo que les enseñé.  Tomando en cuenta que era un ejercicio en extremo utilizado porque ante un ataque imprevisto, los que reaccionaran poniéndose “a tierra”, tendrían más posibilidades de sobrevivir al ataque que aquellos que demoraran fracciones de segundo antes de hacerlo.

Con más risas que esfuerzo, los niños caminaron en cuclillas, hicieron dominadas y practicaron varias “a tierras”.   Siguiendo las órdenes que, al estilo militar, Antonio les gritaba.

Fue un momento divertido.   La mayoría de los niños volvieron a sus lugares al primer llamado, pero al tercero de mis hijos, David, de nueve años, fue necesario llamarlo varias veces, porque ya estaba empeñado en “perfeccionar” las “a tierras”, que le resultaron… divertidas.

Caminar en cuclillas es fácil de explicar y un poco divertido por unos metros, porque sólo consiste en agacharse flexionando completamente las piernas y luego caminar en esa posición, pero después de algunos pasos, las rodillas y toda la pierna empiezan a sufrir.

Las dominadas también se describen fácilmente, basta acostarse boca abajo y luego, manteniendo el cuerpo recto, levantarse usando la fuerza de los brazos hasta que estos estén completamente estirados, procurando que la separación entre ambas manos apoyadas en el suelo, no sea mayor a lo ancho de los hombros del que hace las dominadas.   Bajar y subir en esa posición, eso es todo.

Las “a tierras” cuesta un poco más describirlas.    Cuando dan la órden “A tierra”, en el menor tiempo posible, todo el cuerpo debe estar completamente pegado a tierra, suponiendo que están disparando y la orden es para prevenir que las balas nos alcancen.  La idea es tirarse de inmediato y amortiguar la caída con los brazos en lugar de resortes, quedando en posición de dominadas pegado a tierra, con los brazos listos para estirarse y levantarse también de inmediato al escuchar la orden: “Firmes”.  Para ponerse de pie, la persona inicia levantando el cuerpo con la fuerza de sus brazos y luego, con un impulso de sus pies, contrae sus piernas para que queden bajo su pecho entre sus brazos y se pone pie con un segundo impulso.   La espalda, las rodillas y los brazos, son los principales involucrados en una “a tierra”.

Nos explicó varios ejercicios más que les ordenaban practicar y que, muchas veces, los utilizaban como castigos. Después, continuó con los detalles de su estadía en la Escuela Politécnica.

- Apenas habían pasado dos días y sentía que habían transcurrido años.   Ya no me parecía real ese mundo del que hacía poco había venido, donde uno hace las cosas que bien le parecen y con la rapidez que le da la gana.   En este nuevo mundo, todo tenía el tiempo contado… en segundos.   No habían minutos, sólo segundos.   

- La mañana iniciaba a las 4:45am, con el sonido de esa corneta que todos llegamos a respetar y sólo contábamos con el tiempo que sonaba la corneta para estar vestidos con el traje de deportes y en la pista, debidamente ordenados.   Cuando la corneta concluía su melodía, todos tenían que detenerse donde estuviesen y esperar que los identificaran para un castigo de inmediato o acumular horas de arresto para el fin de semana.  El castigo de inmediato, en unas mañanas tan frías, consistía en quitarse el sudadero y hacer rollos en la grama helada, provocando escalofríos sólo de pensarlo.

- A los cadetes que reciben al grupo de nuevos se les llama en grupo “galonistas”, porque ya tienen un grado y a las insignias que les distinguen se les llaman “galones”.   Hay un sargento encargado de la compañía de “nuevos”, como se acostumbra llamar a los de reciente ingreso, luego, están los cabos encargados de pelotón y por último están los cabos de escuadra.   Mi compañía tenía cuatro pelotones de treinta y seis cada uno, compuestos por cuatro escuadras de nueve, exceptuando al cuarto pelotón que sólo tenía treinta y cuatro integrantes.

- A los tres días de mi ingreso, me resultaba doloroso mover las piernas, las “a tierras” y otros ejercicios, me habían destrozado los tendones que unen los músculos de la pierna con la pelvis, además, casi la mitad de cada uña, por la forma en la que caía “a tierra”, se había desprendido de mis dedos y la simple tarea de amarrar las cintas de las botas, implicaba terrible dolor que la premura me obligaba a superar.

- Cuando nos enviaban a dormir, los cadetes antiguos, a los que no se les permitía acercársenos, nos gritaban desde lejos y para nosotros eran voces que venían de “esa multitud” de malvados que muy pronto tendrían autoridad sobre nosotros como la que ya tenían nuestros encargados, nuestros verdugos.   Nos gritaban con una mezcla de amenaza y gozo de su parte: “Lloren, lloren nuevos, lloren con su almohada, pero no se rindan”, también gritaban “Se van a morir”,  “No sirven, váyanse”, “Su novia, ahorita está con otro y usted aquí, sufriendo por gusto”.  Un poco intimidante.   Gritaban muchas cosas, pero cada uno decidía lo que quería escuchar.

- Por las noches, después que nos enviaban a dormir, en lugar de llorar como “sugerían”, intentaba pensar en lo que estaba sucediendo, bastante confundido por ese dramático cambio en mi estilo de vida y porque, aquellos que deberían tratarnos bien porque, según yo, compartíamos ese mismo deseo de defender a nuestra patria al grado de exponer la vida por ella, nos trataban como enemigos, con tanto y constante rigor que resultaba imposible concebir un mundo así de exigente.  El cansancio era enorme después de un día tan agitado, por eso, difícilmente resistía un minuto despierto y antes de empezar a organizar mis ideas, caía en profundo sueño.

- Descubrí que sólo podría pensar mientras corría, mientras hacía limpieza, mientras nos desplazábamos marchando de un lugar a otro o cuando recibía clases; convencido que sería imposible pensar cuando nos enviaban a dormir.

- A tal grado llegaba el cansancio que competía con el hambre:  Un enfermero, clandestinamente, nos vendía hamburguesas, provocando curiosas escenas:  El enfermero pasaba entregando las hamburguesas a la cama, inmediatamente después de que nos ordenaban acostarnos y apagaban todas las luces, pero muchas veces, sucedía que con todo el deseo de devorar la hamburguesa, la más deliciosa del mundo, por cierto, sólo resistíamos darle un par de mordiscos y mientras masticábamos para tragar, el sueño y el cansancio nos vencían y la pobre hamburguesa, dependiendo de la posición del brazo que la sostenía, caía en el piso o provocaba un desastre en aquellas blancas sábanas.

Los niños y hasta los adultos, al imaginar esas escenas, no pudimos contener la risa.  Pero mi niña mayor apenas apreciaba la gracia de aquella escena porque parecía más impresionada con el cansancio que le describían y acertaba a decir: “Ala gran!!”.  

- Ocho días me bastaron para tomar la decisión de retirarme de la Escuela Politécnica.   Todos mis deseos de ser un soldado y el sueño de ser un héroe de la patria, se quebraron en pedacitos.   Poco me importaba lo que habían dicho aquellos que apostaron a que no resistiría.   Había tomado una decisión y nada tenía que ver con mi resistencia física o lo que gritaban los malosos.

- Las visitas eran jueves y domingo por las tardes y duraban dos horas.  No tuvimos derecho a visita el jueves de la semana en la que ingresamos.  Todos los cadetes salen de descanso los fines de semana, cuando no tienen horas o días de arresto que se ganan por diferentes causas: uñas largas y/o sucias, no portar pañuelos o portarlos sucios, no rasurarse o rasurarse mal, no cepillarse los dientes o no lustrarse los zapatos.  Sin embargo, el primer mes, los nuevos no tienen derecho a salir el fin de semana, de todos modos, todavía no son cadetes.

- Yo le había pedido a mi papá que no me visitaran sino hasta después de un mes, tal vez recordando al conquistador que quemó sus naves para no poder volver, pero me pesó haber pedido aquello.  Nunca imaginé cuán largo puede ser un mes.   

- Sin teléfonos en La Máquina, para avisarle a mi padre que, con urgencia llegara el segundo domingo a la Escuela, le pedí favor a mi tía en Mazatenango, obligándola a realizar un viaje hasta mi casa en La Máquina, para llevar aquel mensaje.   No le avisé la razón de mi llamado, porque lo consideré vegonzoso.

- Esa segunda semana me incluí en las listas de los que habían solicitado “su baja”.  El primer domingo se retiró el primer grupo, el siguiente jueves el segundo grupo y yo estaba en el tercer grupo de los que se retirarían, el retiro sería el segundo domingo, justo dos semanas después de haber ingresado.

- El segundo jueves, después de la hora de visita, nos llevaron al auditórium, un salón donde presentaban obras de teatro y películas.  Nunca había ingresado a una sala de cine y aún ahora que conozco varias, debo decir que era un lugar muy elegante.  Mientras iniciaba la película, los cadetes antiguos empezaron a ordenarle a algunos nuevos, mis compañeros, que pasaran al frente a hacer alguna gracia.  Contar un chiste, cantar o lo que se les ocurría.   Los elegidos eran aquellos que tenían conocidos entre los antiguos y también los gorditos que sobresalían en el grupo.   Recuerdo que le pidieron al más rechoncho de nosotros que respondiera una pregunta: “¿Qué es lo que más le gusta de la Escuela Politécnica?” y el muchacho, que se notaba muy inteligente, contestó después de pensarlo un momento: “¡Que un día alcance, para hacer tantas cosas!”, entonces, el que le preguntó, muy satisfecho con la respuesta le hizo una pregunta más: “ Y ahora dígame, ¿Qué es lo que menos le gusta de la Escuela Politécnica?”, entonces, aquel muchacho, sin pensarlo mucho le respondió: “Lo que menos me gusta es: Hacer tantas cosas, en un solo día”, provocando una estruendosa risa en los más de trescientos cincuenta cadetes presentes en el salón.   Supongo que la risa fue porque, considerando el sobrepeso de mi compañero, lo sospechaban un poco perezoso y con su primera respuesta los había impresionado, pero la segunda, sin lugar a dudas, despejó la sospecha.

- Cuatro trabajadores sociales, dos mujeres y dos hombres, organizaron una mesa redonda con los que nos retiraríamos el segundo domingo y nos preguntaron, básicamente, la razón por la que nos retirábamos, aclarando que lo hacían para identificar qué estaban haciendo mal, porque a diferencia de otros años, en esa ocasión habían procurado seleccionar más cuidadosamente a los candidatos, al punto que creyeron que muy pocos se retirarían.  Afortunadamente, por el orden que establecieron, me correspondió el último turno y me dediqué a escuchar y pensar las respuestas o excusas que cada uno presentaba, tal vez, para reciclar una que me gustara.  El primero inició con solemnidad:  “Yo, estaba estudiando para sacerdote y me dije: Aquí es estricto, en la Politécnica dicen que también es estricto, así que, estoy acostumbrado y no tendré problemas para resistir, pero, lo estricto de aquí es otro mundo, nada que ver con el convento y reconozco que no puedo resistirlo”,  el segundo dijo: “A mí, me encantaba el uniforme de los cadetes, me ilusionaba cuando los veía desfilar en la capital y yo quería vestir ese uniforme, para ser un cadete, pero, la verdad, no vale la pena el sacrificio que se necesita para ser un cadete, por eso prefiero retirarme”, luego habló el tercero: “Mi papá es el que quería esto, yo sólo quería complacerlo y ahora me doy cuenta que no será posible, que venga él a ver lo que significa esto y comprenderá por qué me voy, ya no quiero más”, el quinto apeló a la sinceridad: “Yo engañé en los exámenes de admisión, porque no avisé que tengo asma y aunque no se me nota, después, con el tiempo, me podría afectar y por eso prefiero irme de una vez”, otro dijo: “Las clases son muy difíciles y seguramente las perderé, por eso, para no estar aquí por gusto, prefiero retirarme de una vez”, así, uno tras otro, presentaron sus excusas y cuando se acercaba mi turno, por dentro me reí de mi mismo y me dije: “En qué lío me he metido.  Ninguna de las excusas que oigo me puede sacar del problema, no tengo qué responderle a estos y no me queda más, que decirles lo que pienso, las cosas que he pensado al escuchar a todos estos”.

- Llegó mi turno.  Los cuatro profesionales me miraban, serios, esperando que empezara a hablar y todos los demás también estaban esperando escuchar mi excusa.  Sonreí levemente antes de empezar con mi respuesta y mientras avanzaba en mi respuesta la sonrisa se me hizo tan evidente que al finalizar, todos rieron.  Les dije:  Nadie me metió aquí, vine por mi gusto y gana;  Ni siquiera conocía el uniforme, no había visto ningún desfile ni siquiera había visto a un cadete;  No estoy enfermo de nada y cero problemas con las clases que me parecen sencillas; Estoy seguro que me adaptaré, como es natural en el ser humano, pero NO QUIERO, no quiero acostumbrarme a esto, a tal punto no lo deseo que quisiera retirarme en este preciso momento, sin excusa; Me siento atrapado en un lugar donde hicieron coincidir, en los cadetes antiguos, a todos los sádicos de la tierra; Aquellos que deberían felicitarme por mi noble propósito de servir a mi patria, me tratan como si fuera el enemigo!; Comprendo que deben existir castigos y duro entrenamiento, pero no soporto verles divertirse cuando nosotros estamos sufriendo, me confunden sus risas burlonas cuando nuestra inutilidad o debilidad es puesta a prueba cada día; Por eso, precisamente por eso, sólo quiero irme y si estoy platicando aquí con ustedes, no es porque pueda o quiera excusarme, no tengo excusa y hablo sólo para cumplir el requisito para retirarme, sin demora, este domingo que viene.

- Después de haberse mostrado comprensivos con las respuestas que cada uno había presentado y de darles palabras de aliento cuando finalizaron su excusa, aquellas personas que me escucharon advirtiendo mi extraña frustración, sonrisa y desenfado, empezaron a reir y se agregaron todos los que antes habían expuesto sus excusas.   Luego, el que parecía dirigir a los trabajadores sociales que nos entrevistaban, habló todavía con la sonrisa pintada en el rostro por una respuesta que no esperaban: “No hay algo que se me ocurra decirle.   Usted no tiene excusas y en realidad, a veces no hacen falta.  Decir no quiero y sellarlo con “no quiero querer”, es algo con lo que pocos quieren tratar.   Usted, al despojarse de las excusas, nos quitó los argumentos para convencerle de quedarse, así que, no nos queda más que desearle éxitos y gracias por compartir sus comentarios”

- Ya no hubo más entrevistas.  Yo había superado ese último obstáculo que me separaba del mundo libre que extrañaba con todo mi ser.    Lo que me sucedía era como un sueño y no podía platicarlo con nadie que no fuesen aquellos que ya habían tomado la decisión de retirarse.   No podía compartir con nadie aquello que turbaba mi mente.  Al cadete más cercano que tenía, el único de mi escuadra que al integrarnos a los pelotones de cadetes antiguos quedó también en la misma escuadra conmigo, al intentar hablarle del tema me dijo que no, que por favor no hablara con él de eso.   Lo noté casi irritado por mi intento de platicar del asunto, y comprendí, sin mucho esfuerzo, que aquel muchacho estaba peleando su propia batalla y mis dudas y pensamientos podrían hacerle perder la escasa fuerza que le quedaba y terminaría retirándose también.   Le quise platicar porque lo veía muy seguro, totalmente convencido de que resistiría la prueba y yo, en aquella etapa, buscaba fuerza para seguir adelante no necesariamente intentaba convencer a otro de hacer lo mismo, porque no quería sentir cargo de conciencia por estarme rindiendo.    Las cosas que debieron ser determinantes para mi decisión, las consideré “sólo curiosas” y me preguntaba:  ¿Por qué veo aquí, sufriendo conmigo a hijos de coroneles y generales?  porque ya nos habíamos enterado de esas relaciones.  ¿Por qué veo aquí, sufriendo conmigo, a hijos de gente de mucho dinero? a quienes identificaba cuando sus familias en las visitas les dejaban galletas tan finas y exquisitas que nunca las había probado en mi vida.   No, yo no comprendía por qué estaba esa gente allí.  Yo estoy aquí porque soñaba con ser un soldado y no tengo las opciones que ellos tienen.  Mi situación económica justifica que tenga que sufrir por alcanzar lo que quiero, ¿pero éstos?, ¿éstos qué hacen aquí?, me pregunté en muchas ocasiones y, olvidando mi propia motivación, no podía creer que ellos quisieran ser soldados, pero la respuesta estaba dentro de mi, no la tenía que buscar en la comodidad y los lujos que ellos habían sacrificado, sino en aquella fuerza que me llevó a esa situación de la que, ahora, confundido, quería escapar.

- Llegó el tan esperado domingo de mi retiro.  La visita sería por la tarde e imaginaba a mi padre llevándose la sorpresa y decepción que mi retiro significaba.  Esa mañana, a todos los cadetes de reciente ingreso, nos organizaron en una sola fila, en cuclillas y uno de los encargados tomando papel y lápiz, gritó: “Levanten la mano los que se van hoy!”.  Así de fácil era retirarse.

- Empezó a recorrer toda la fila, anotando el nombre de los que tenían la mano levantada.   Los venía anotando de mi izquierda a mi derecha.   El que estaba justo a mi izquierda tenía la mano levantada, era el que había estado en el convento y al ver que yo no levantaba la mano me rozó con su codo diciéndome: “Levantá la mano” y en ese momento mi mente pensaba, pensaba, pensaba y no paraba de pensar.   No tenía mucho tiempo para pensarlo pero nuestra mente es maravillosa y cuando el que anotaba a los que tenían la mano levantada, estaba frente a mí, se detuvo porque el que estaba a mi izquierda le dijo mirándome: “Él, también se va” y el que anotaba me preguntó: “¿Si se va, por qué no levanta la mano?”, para entonces, mi corazón palpitaba con tal agitación que creí que se me saldría del pecho y pretendiendo que mi voz fuera firme pero casi la sentí temblorosa le respondí: “Ya estoy anotado en las listas que sacaron durante la semana” y de inmediato me aclaró casi gritando: “No valen, ninguna lista vale… sólo esta”, luego agregó: “Entonces qué?, se va o no se va?”, fue entonces que, entre todos los pensamientos que cruzaron por mi mente, aparte de la emoción que vería a mi padre en pocas horas, mi mente me dijo clara y lentamente: “Toda tu vida, toda, toda tu vida tendrás que cargar con esto.   Nadie te creerá que podías aguantar.   Si empezaste… termina o vivirás frustrado toda tu vida, aclarándole a medio mundo que, de haberlo querido, hubieras resistido: NADIE TE LO CREERÁ”, entonces respondí con un grito: “NO ME VOY” y el que anotaba siguió hacia el siguiente que tenía la mano levantada y yo, con una sensación extraña, sentí que la tierra se hundía bajo mis pies y yo caía sin tener de qué aferrarme:  “Ya me desgracié la vida por tres años”, me dije cuando recobré la respiración y con la vista perdida, dejé de escuchar los gritos y, dentro de mí, también me alegré de lo sucedido.  Esa tarde vería a mi papá.  Qué bueno que no sería para darle la mala noticia de mi retiro.  Qué bueno que continuaría luchando por ser un soldado de Guatemala. Qué bueno que no deshonraría a mi familia porque se alegrarían aquellos que decían que yo no resistiría.  Y, de ahora en adelante, me dije, ya no tengo derecho a considerar la opción de retirarme, de aquí salgo como un soldado o muerto, pero no rendido.

- Tal vez no lo he aclarado antes, aunque muchos puedan decir lo mismo, lo diré:  No creo que existan muchos padres tan amorosos como los que Dios me concedió.  Aquel segundo domingo de visita, llegó mi papá con su amigo que lo alojaba cuando visitaba la capital.   Ya tenía quince días de estar en la Escuela Politécnica y mi aspecto, flaco de por si, tenía la marca de aquellos quince días exprimiendo cualquier asomo de energía que habitara mi cuerpo.  Mi papá se conmovió al verme e imagino que me recordó de bebé y se sintió impotente por no poder protegerme de aquello que me tenía en ese estado.   Me abrazó y lloró, lloró conmovido por mi aspecto.   Si mis compañeros se veían huesudos, yo, seguramente lo estaba más que ellos.  Cuando le dije “Todo está bien papá, no tengas pena”, mientras recibía su abrazo, él respiró profundo y me miró despacio de pies a cabeza, vestido de soldado.   Sus ojos que unos minutos antes lloraron por mi demacrado aspecto, ahora brillaban y había una sonrisa de orgullo en él.  Me sentí hinchado por el orgullo que percibí en la mirada de mi padre.   Cuando le conté que pedí que lo llamaran porque me quería retirar, pero esa mañana había cambiado de opinión, me dijo que lo había imaginado, porque después que me despidió, el día del ingreso, les explicaron a todos que si uno de los muchachos quería retirarse, era indispensable que llegara a firmar la misma persona que lo había llegado a dejar.  Ya no hablamos del asunto y le entregué una lista de cosas que necesitaba y platicamos del resto de la familia.

- Aquella sería la única vez que mi papá me visitó en la Escuela politécnica.  Nuestra condición económica hacía imposible que esas visitas se repitieran.   Mi hermana mayor, Lilian, que vivía en Estados Unidos y en su honor le dí ese nombre a mi primera hija, se había dedicado a ayudarme económicamente.   Lilian me enviaba cincuenta dólares al mes.  Con ese dinero, aparte de comprar las cosas que me hacían falta, durante los tres años, visité a mi familia un fin de semana de cada mes.   Cuando venía de regreso, pasaba saludando a mi tía en Mazatenango y ella, impulsada por su buen corazón y advirtiendo que no nadaba en la abundancia, cuando me despedía con un beso, envuelto en un papel de regalo me daba cien quetzales que para mí, eran una fortuna.   Le dije a mi tía que yo pasaba para saludarle y que no se molestara en darme dinero, pero ella defendió su posición diciendo: “Yo estoy segura de eso.  Pero es el deseo de mi corazón darte eso que no es mucho, pero te lo doy con todo mi cariño”.  No creo que haya ser humano, por tanto orgullo que albergue, capaz de resistir aquella voz de mi tía.   Entonces le decía “Gracias” y esa era la despedida de Mazatenango.

- Como les acabo de contar:  Sólo necesité aquella visita de mi padre y desde entonces, para retomar fuerzas, cada mes visitaba a mi familia en La Máquina.   Tomaba la camioneta a las dos de la mañana en la zona uno y llegaba poco después de las ocho de la mañana a mi casa.  Solo permanecía dos horas y partía de regreso, porque el domingo a las seis de la tarde me presentaba en el Cuartel General en la zona uno, de donde partían los buses con los cadetes hacia la Escuela Politécnica en San Juan Sacatepéquez.

- Nos contaban las historias de cadetes asesinados por la guerrilla en los puestos de control que montaban en algunas carreteras.  Era un riesgo, pero eso no me hizo dudar en hacer el viaje para ver a mi querida familia.  Siempre consideré una crueldad y un imposible económico pedir que toda mi familia viajara desde La Máquina a San Juan Sacatepéquez para asistir a dos horas de visita y el gasto que implicaba convertía el viaje en un sacrificio para ellos, de manera que, si yo viajaba, invertía todo el domingo y volvería cansado a la Escuela, pero tendría mis dos horas de visita en mi casa, con toda mi familia.   Como les conté hace un momento, todas las veces que visité a mi familia, cuando venía de regreso, pasaba a visitar a mi tía en Mazatenango.  Siempre consideré a mi madre una mujer amorosa con sus hijos, pero mi tía, mientras la observé esos dos años que viví con su familia, al ver el trato que daba a sus hijos, a mí y a otras personas, me convenció que era cierto, por un capricho de Dios, habían ángeles entre nosotros.  No lo podré explicar de otra forma: Es la bondad en su esencia más pura.  Algún día se lo diré.

- En todas mis visitas disfruté de estar con mi familia, no les abrumé contándoles mis desventuras en la Escuela, aunque ellos las hubiesen escuchado de buena gana, siempre procuré que eso no acaparara mis temas de conversación con ellos.   Tanto cuidé ese detalle, que, hasta hoy que lo está escribiendo mi buen amigo, conocerán los detalles.   Un día, cuando tenía poco más de cuatro meses en la Escuela, mi madre me hizo una pregunta: “Mijo, decime una cosa, ¿De verdad es tan difícil como dicen?”   Le respondí que no.  Que cualquiera podría superarlo, pero habían momentos muy desesperantes, momentos que parecen eternos porque a uno le parece que le exigen más de lo que es humanamente posible y que su corazón reventará, pero, en realidad, sólo le están enseñando a uno que puede hacer y resistir más de lo que imagina.  Mi madre no sabe todas las cosas que a ustedes les estoy contando hoy.   Mi padre, que ya no está con nosotros... sólo las imaginó.

- En ese entonces, había cuatro compañías de cadetes, sencillamente numeradas: Primera, Segunda, Tercera y Cuarta Compañía, cada una con un nombre que la caracterizaba, con sus propios lemas y canciones que describían sus fortalezas y orgullo.   La compañía de nuevos, aún no cadetes, a los que yo pertenecí, sólo existía por un mes, el tiempo necesario para concluir el entrenamiento básico para convertirse en “Caballero Cadete”.   El 25% de los nuevos no concluyeron el primer mes, así que, nunca llegaron a ser “Caballeros Cadetes”.

- Todos los que resisten el primer mes, para ser “graduados” como cadetes, reciben una especie de “boina” a la que llaman “bonete”, redondo con la parte superior plana y azul, a la medida de la cabeza, con aproximadamente tres centímetros de alto y dos franjas rojas rodeando sus costados.  Es de pana, decían al referirse a la tela y yo sólo la consideraba un liso peluche.

- El día que los nuevos van a recibir su “bonete”, muchos cadetes antiguos les gritan, en lugar de “Bravo, lo han logrado”:  “Van a florecer, nuevos!”   Por fin, dejarán de ser: grama!.   Gritan varias cosas más, como amenazas que ese día serán castigados toda la noche y cuando se te acerca algún cadete antiguo con el que has cruzado palabra o es originario de tu mismo pueblo, se dicen:  Lo felicito usted!   Muy bien, así se hace!  Y otras frases que suenan más cordiales que aquellas que gritan como tradición.

- Los pelotones de cadetes tenían nombres mayas, que gritaban cuando desarrollaban una actividad o cuando les llamaban, por ejemplo:  Holkan, Tohil, Tepehu, Etc.   También los apellidos de muchos de nuestros compañeros llama la atención por su significado y casi se adquiere el hábito de preguntarles, cuando no se sabe el dialecto, por lo que significan sus apellidos: “Mi primer apellido significa sonido y el segundo tortuga”, me dijo un compañero y luego me dijo que se interpretaba como el sonido que se produce al golpear la concha vacía de una tortuga: “Sonido de Tortuga”.  Mi compañero sonrió después de explicarme y yo también sonreí por aquella explicación que me recordó cuando de niño veía “El Gran Chaparral” en casa de los vecinos que tenían televisor.

- Cada día iniciaba con muchas prisas.  Nadie podía adelantarse levantándose antes de que sonara la corneta porque se le castigaba si era sorprendido.   Sólo el tiempo que sonaba la corneta se tenía para saltar de la cama, colocarse el traje de deportes y llegar al lugar donde se hacían los ejercicios dirigidos.

- Le llamábamos cuadras a las habitaciones.  Cuando finalizaba el horario de ejercicio, corríamos a las cuadras para bañarnos, arreglar la cama, limpiar y ordenar la cuadra e iniciar media hora de estudio obligatorio.  Luego pasábamos a formar en filas para ir a desayunar, al volver, aseo personal en las cuadras y luego a clases: Principios del Derecho, Matemática, Física, Balística y varias clases que llamábamos “civiles”.

- Las clases civiles concluían a las 11am e iniciaba la hora de disciplinas deportivas, deportes que teníamos que aprender:  Esgrima, natación, equitación, boxeo, gimnasia, Etc.  Un deporte por trimestre o semestre solamente.  Eran disciplinas deportivas que teníamos que dominar aunque sea en lo básico, pero, aprovechando, nos explicaban que la palabra “Politécnica” implicaba que seríamos instruidos en diversos asuntos, deportivos, académicos y militares.

- Después de las disciplinas deportivas, venía el almuerzo y por la tarde, un par de días a la semana, no todo el tiempo como algunos suponen, teníamos una hora de instrucción para aprender marchar, movimientos con el fusil y maniobras.   Todas las tardes teníamos clases militares: Lectura de mapas, técnicas de patrullaje, supervivencia en la montaña, conocer y manejar armamento personal de combate y armamento pesado.   De acuerdo al semestre que se cursaba, así era la dificultad de los cursos militares.   - En el quinto semestre era paracaidismo y en el sexto, justo un par de meses antes de la graduación, el último curso, que resulta muy similar al curso Kaibil del que la gente ha escuchado y se llamaba “CIMO”, que significaba “Curso Intensivo de Montaña de Operaciones”, un mes, treinta largos días, temidos por todos, porque después de todo el camino recorrido, era frustrante y doloroso quedarse a esas alturas.

- Después de la descripción general de los seis semestres, volvamos a los detalles de la estancia en la Escuela Politécnica.   Espero que comprendan lo que significaba estar allí un día y tener presente que eso se repetiría por la eternidad que significaba decir: “Tres años!”

- Era prohibido realizar actividades nocturnas, pero, los sargentos de pelotón no tenían muy clara esa regla y casi todas las noches, exactamente a la una de la madrugada, nos levantaban a realizar media hora de limpieza preliminar en los baños, que consistía en quitar sarro de los lavamanos, de las tazas y las regaderas.    Después de acostarnos tan cansados, era sumamente irritante esa inoportuna interrupción del merecido descanso.  Ya era suficiente que con mucha regularidad nos correspondía cuidar a los que dormían durante dos horas de la noche, pero con un protocolo que las convertía en cuatro.  El primer turno era de nueve a once de la noche.   El segundo turno era de once de la noche a una de la mañana, pero se empezaban a preparar casi una hora antes, porque era necesario llevar a todos los que harían el turno a presentarse con un oficial de turno y luego, los que entregaban turno tenían que ir a reportarse y, en muchos casos, recibir algún castigo si uno de los cadetes de ese turno había sido sorprendido durmiendo.   Para muchos, cada responsabilidad que se asignaba a un cadete, era una oportunidad de darle una lección que le podría servir toda su vida.   Siendo San Juan Sacatepéquez un lugar de clima frío, era extraño que la piscina no fuera visitada una noche por cadetes clavadistas o grupos de cadetes flotando para meditar.

- Una noche, entregué mi turno a la una de la madrugada y cada turno tenía como encargado al cadete más antiguo o al que tuviese el más alto rango y un Cabo era el encargado.  Pasamos a formar para ir a reportar que habíamos entregado nuestro cargo al siguiente turno y mientras esperábamos en uno de los pasillos descubiertos que llevaban a la jefatura de servicios, el aire frío me estremeció y me dije para mis  adentros, ahorita, lo peor que podría suceder es que nos lleven a la piscina.  Sentí que el frío era tan insoportable que mi corazón se detendría si me tiraba en la piscina.   Lamentablemente sucedió.   Descubrí que mi corazón era más resistente de lo que yo creía, pero así como aquella noche, sucedieron muchas cosas que me lo probaron.

- Aunque el primer semestre es traumático, especialmente para aquellos que no habíamos conocido un Instituto Adolfo V. Hall y habíamos ingresado a la Escuela directamente de la vida civil, el segundo semestre casi estremecía por dos cosas que en él se vivían:   “Exámen de Espadín” y “Campo de Prisioneros”.   - Los cadetes antiguos, con la intención de hacer más tenso el asunto, le dejan saber a los nuevos algunos detalles de esos dos eventos.   Lo decían a manera de consejo, como dando pistas para que el cadete nuevo pudiese superar la prueba, pero, sin pretenderlo tal vez, le agregaban insoportable suspenso.

- El Exámen de Espadín.  Durante todo el primer semestre, los cadetes salen los fines de semana con saco y corbata, es hasta en el segundo semestre que tienen la oportunidad de ganarse el derecho a portar espadín y eso incluye el uniforme de pantalón rojo y guerrera gris que regularmente distingue a los cadetes.    Cada parte del uniforme tiene un significado y los cadetes lo aprenden en posición de dominadas con las manos empuñadas en la pista de piedrín.   Es terrible estar en esa posición y algunos lloran del dolor, pero era más terrible estar en “trípode” con la cabeza apoyada en esas piedrecitas que parecían enterrarse en el cráneo.   Estar en trípode significaba tener tres puntos de contacto con la pista, los pies y la cabeza, con las manos cruzadas en la espalda.   La sangre se acumula en la cabeza y, aparte del indescriptible dolor en la moyera que está apoyada en el piedrín, se siente que los ojos quieren salir de sus cavidades.

- Habían muchas formas de “sudar el espadín”, lo que significa “ganárselo”, pero había una bien interesante porque era bastante literal:  El baño turco.  Nos encerraban en una habitación que tuviese vidrios y empezaban las sentadillas y otros ejercicios hasta que los vidrios de la habitación sudaran.   El calor era extremo, pero era algo tan frecuente que no causaba tanto temor, sino desesperación.   En San Juan Sacatepéquez, donde está la Escuela Politécnica, el clima es frío por las noches y hacer sudar los vidrios de una habitación no es algo de un par de minutos, es una tarea de un par de horas.

- Un Caballero Cadete debe saber caminar con el espadín, que no se le cruce entre las piernas mientras camina y para eso, los cadetes de segundo semestre deben desarrollar todas las actividades con su espadín a la cintura.   Llega un momento que se convierte en algo natural, el espadin rebota en la pantorrilla el tiempo justo que precisa para dar un paso más y volver a rebotar en la pantorrilla del cadete.   También es necesario aprender algunos movimientos como desenvainarlo y volverlo a envainar, saludar con el espadín o el protocolo de presentar armas a un superior.    Mientras se gana el derecho y se aprende a valorar aquel distintivo de caballero, el cadete debe aprenderse varios lemas y el más importante de ellos es lo que se dice del espadín:  “No me saques sin motivo, ni me envaines sin honor”.   Esa corta frase significa mucho:  Significa que un caballero no usa su arma para amenazar o fanfarronear, sólo debe utilizarla cuando está en juego el honor y debe usarla como corresponde, para que quede claro en la mente del muchacho que un día tendrá que usar su arma por el honor de su patria y de su gente.

- Por fin, llega el tan temido momento: El examen de espadín.  Es un día entero de pruebas que debe superar un cadete para convertirse, en todo el sentido de la palabra, en un “Caballero Cadete”.   Ese día parece una gran fiesta en la Escuela Politécnica.   Se crean varias estaciones por las que debe pasar cada cadete de segundo semestre para ganar su espadín.   Las estaciones representan circunstancias de la vida real en las que puede participar una persona y en las que debe comportarse como un caballero.   En las estaciones hay un oficial encargado de calificar la conducta del cadete examinado y al final del día se determina si el cadete ganó su examen.   Los cadetes que no ganan deben volver a repetir ese examen con condiciones aún más rígidas como castigo a su fallido intento.   Los cadetes antiguos, los más corpulentos, están en las diferentes estaciones y cuando es necesario se disfrazan de mujer para crear las circunstancias que debe enfrentar el cadete.

- La primera estación es “un velorio”, el cadete ingresa en la habitación y hay un ataúd con una persona adentro, lo sale a recibir una mujer “doliente”, familiar del que ha muerto y haciendo como que llora, recuerden que es un fuerte cadete disfrazado de mujer, insiste en llevar al cadete que está siendo examinado a ver al difunto, pero un caballero no corre a ver al difunto en un velorio, debe guardar la compostura, sin embargo algunos ceden ante la insistencia de aquella mujer y cuando se inclinan para ver al difunto en la caja, la falsa mujer sostiene la cabeza del cadete examinado mientras el difunto, en una extraña reacción, dispara un puñetazo directo al rostro del curioso.   También intentan que el caballero se una al grupo de los que juegan a las cartas o al grupo que cuenta chistes, pero el cadete debe resistirse a todo eso.   Después, si el cadete no cae en ninguna de las trampas, el oficial que examina, tal vez fastidiado por estar en un aburrido velorio, grita “EN GUARDIA” y todos “los actores” se lanzan a golpear al cadete examinado que debe reaccionar con rapidez para evitar el castigo autorizado hasta que el oficial vuelve a gritar “ALTO” y la paz vuelve a aquella habitación.

- Hay varias estaciones pero no les contaré todas.   Recuerdo también la estación de “La Misa”, donde había un sacerdote que golpeaba o intentaba golpear al cadete y una hostia que parece haber inspirado a los españoles el uso que dan a la palabra “hostia”.   Porque un día escuché que un españo dijo que le habían dado “una hostia”, cuando en realidad le habían dado tremenda bofetada.    Pero bien, dejemos a los españoles por un lado, que algunos de ellos se merecen varias “hostias” por entrometerse en asuntos para perjudicar a nuestros soldados.   Un caballero, cuando come algo no hace caras, no se le debe notar en el gesto si le resultó desagradable, por cortesía hacia las personas que le invitan a comer, y aquella estación incluía una prueba de esa cortesía del caballero.   Aquella hostia se me pasó repitiendo casi una semana.  Casi erutaba todos los ingredientes y si el hambre no hubiese sido un problema en ese lugar, hubiera perdido el apetito por esos siete días.  La hostia era un nacho que habían rociado con desodorante ambiental, lo habían embarrado, en vez de chocolate, con pasta para lustrar zapatos y en lugar de crema batida, estaba coronado con espuma de afeitar.   Si tenía otros ingredientes, los que les menciono fueron suficientes para anular mi sentido del gusto.   Y como dicen en la película del Espantatiburones: “Quién cangrejos le echa chocolate y crema batida a una hostia?”.   Menos mal, en la misa se conformaron con ese postre que dieron en forma de hostia y no se escuchó la orden “EN GUARDIA” que casi siempre se utilizaba para cerrar la estación.

- La última estación de la que les contaré es “El Baile”.   Cuando uno ingresa al baile le toma la mano “la novia”, un cadete gigante disfrazado de mujer y van directo a la pista.   En un baile, un caballero no puede permitir que de manera abusiva le quiten a la novia, pero en ese caso sucede algo especial:  La novia, que debería estar halagada porque su novio le defiende del abusivo que se la quiere llevar a bailar con él, resulta dándole pisotones y disimulados puñetazos al pobre cadete que pretende comportarse como un caballero.   Créanme, es una hazaña seguir comportándose como un caballero con “aquella dama”, cuando en realidad lo que al cadete le sobran son ganas de emprenderla a patadas contra aquella robusta malagradecida.   La prueba exige comportarse como un caballero con ella, aunque ella sea él.    Allí, en esa estación, no falta que griten: “EN GUARDIA”, porque mientras el cadete que está siendo examinado lucha porque no le quiten a “su novia” y compañera de baile, resulta siendo atacado por los otros danzantes y el que le quiere quitar a la novia, pero, extrañamente, tal vez por estar más cerca de él,  aquella falsa novia es la que más fuerte golpea al aturdido cadete.

- Las estaciones consumían toda la mañana de aquel memorable día.   Regularmente, los exámenes de espadin se realizan los días viernes, al medio día, a la hora del almuerzo se come pezcado y ese menú se queda grabado en la memoria porque antecede a la prueba más dura que ese día se tiene que enfrentar:  La prueba de agresividad.    Es una extraña prueba en la que se gana sin ganar.   Saben que las posibilidades de ganar son casi nulas y por eso, no es un requisito ganar.   Después del almuerzo, nos ordenaron cambiar el uniforme por el traje de deportes.   Nos llevaron a las afueras del gimnasio y nos pusieron en fila a uno de los costados, listos para ir ingresando uno por uno.   Nuestros agitados corazones palpitaban asustados por lo que venía.  El exámen de agresividad era una pelea de box de dos rounds.  Adentro estaban todos los cadetes de ese tiempo, más de trescientos en aquel gimnasio que, literalmente, rugía.   Estábamos afuera y casi sentíamos que temblaba la tierra.   Los primeros de la fila ingresaron y escuchábamos cómo gritaban, pero siendo tantos los que gritaban, sólo se escuchaba el rugido que salía por las altas y diminutas ventanas del gimnasio que apenas eran respiraderos.   El encargado de supervisarnos nos ordenó adoptar la posición de dominadas, sosteniendo nuestro cuerpo con los brazos estirados para que nuestros brazos llegaran cansados al enfrentamiento que tendríamos.   Era algo turbio, eso lo se, por eso era seguro que el cadete antiguo ganara y para nosotros, ganar no era un requisito, sólo bastaba mostrar corazón y pelear todo lo que fuera posible para que la paliza no fuera vergonzosa.   No había lugar para más tensión en nuestros pechos, pero, no creo que se le haya ocurrido a él, se les ocurrió enviar al enfermero a motivarnos.   Aquel enfermero salió con su bata cubierta de sangre y nos gritó:  “Qué está pasando con ustedes, se están dejando matar.  Peleen, deben pelear con garra.   Miren cómo me tienen la bata!”, dijo estirando a sus costados aquella bata que había sido blanca, pero ya estaba roja de sangre.  Eso fue todo lo que se le ocurrió decir al desgraciado enfermero y regresó adentro del gimnasio.   No había razón para no desfallecer por lo que nos esperaba.   Después de un buen rato en posición para dominadas, llegó mi turno.   Al que le tocaba ingresar le cubrían la cara con una gruesa toalla blanca y lo guiaban hacia adentro.   Sin quitarnos la toalla, sólo podíamos ver al suelo y siempre guiados del brazo, nos introducían en el ring.    Me dieron la última instrucción al oído:  “Debe dar un rollo al frente y se pone de pié inmediatamente, porque en ese momento, inicia la pelea.  Recuerde que debe pelear con todo lo que tenga, sólo así podrá ganar su examen”.   Un rollo al frente era una vuelta de gato hacia enfrente. Al lanzarnos al frente nos quitaban la toalla de la cara pero al ponernos de pie, el primer golpe del contrincante se estrellaría en nuestro rostro.   Yo presentí que sucedería eso y al ponerme de pie, tenía las manos cubriendo mi cara.

- El exámen de agresividad era sólo de dos rounds.  En el primer round enfrentábamos a un cadete que, a criterio de los examinadores sería suficiente para “ablandar”, es decir, darle la primera golpisa al cadete, pero si el cálculo fallaba, si el cadete resultaba agresivo y además de defenderse lograba golpear a su examinador, había una colección de gigantes atletas listos para entrar a demoler al sobresaliente examinado.   Si, la selección de box, campeones de torneos de box militar a nivel nacional, estaban allí.    Yo sólo tenía algo en mente:  “Nunca volveré a pasar por este exámen, pelearé con todo el valor y la fuerza que me quedan”.   Así lo hice y la misericordia de Dios estuvo de mi lado.   Se podría decir que le estaba ganando a mi contrincante, un cadete de los más antiguos, pero sucedió algo que cambiaria el rumbo de la pelea.   En el último minuto del primer round, cuando le lance un golpe de abajo hacia su quijada, no acerté a darle y mi brazo izquierdo se dislocó del hombro. Sospecho que sucedió aquello por haber estado en posición de dominadas antes de ingresar a la pelea, por las pruebas durante aquella mañana o, lo más probable, mi constitución física no era tan fuerte.   Continué hasta finalizar aquel primer round, pero más defendiendome que golpeando, porque sólo contaba con un brazo, el otro estaba inmovilizado completamente, trabado junto a mi cuerpo, por eso, porque no podía mover el brazo izquierdo, en los últimos instantes de ese primer round me golpearon algunas veces, pero sin mayores consecuencias.

- Llegó el segundo round.  Durante el minuto de descanso, en la otra esquina, de un salto ingresó la bestia que, en mi aterrada opinión, me haría pedazos y me estremecí de sólo pensarlo.   Por supuesto que no le concedí a mi rostro expresar el terror que sentía.  Estaba por continuar la pelea, el encargado de mi esquina ya me había dejado solo porque la campana estaba por sonar, pero, para mi fortuna, cuando la campana sonó, después de haberme observado durante el minuto de descanso, el doctor saltó al ring e interponiéndose en mi camino, buscó mi ojos para preguntarme a gritos: “¿Por qué no peleaba con la mano izquierda?” y diciendo eso me tomó el brazo izquierdo para examinarlo sin importarle que la campana ya había sonado ni que el rugido de los expectadores se agravara, todos gritando para que continuara la pelea, pero el doctor no me dejaba pasar levantando su mano le gritaba al oficial de más alto rango encargado del examen: “Este cadete ya no puede pelear”.   Mientras tanto, yo, con más miedo que valor, escuchaba que gritaban “Pelee o perderá”, “Pelee cadete porque después será peor!”,  “La próxima vez lo matarán si no pelea hoy”.  Con mi brazo sano intenté apartar de mi camino al pesado doctor pero él me gritaba: “Ya no puede pelear”, insistiendo tercamente en detenerme, y yo se lo agradecía, pero no podía reconocer mi temor ante aquella multitud y tenía que seguir peleando.    El oficial encargado de todo el evento ingresó al ring y me gritó: “¿Qué va a hacer?” y le contesté con decisión: “Pelearé”.   Entonces, aquel oficial, se me acercó aún más y me dijo al oído, pero gritando para que le escuchara a pesar de los gritos de los inconformes expectadores: “Bájese del ring, es una orden.  Yo ví cómo peleó su primer round... usted no perderá”.  Eso fue todo.  Dios me había salvado de aquella paliza.  Me bajé del ring, obedientemente y sin prestar atención a los que gritaban que regresara o las amenazas de que perdería... ellos no sabían que ya me habían comunicado el resultado.   Me llevaron a un semisótano del gimnasio donde encontré a mis compañeros que boxearon antes que yo, tirados en el piso, recostados a las paredes que nada podían hacer para aliviar sus dolores.   El enfermero tenía razón, mis compañeros estaban destrozados, tenían costillas y narices rotas.   Con los rostros tan golpeados, con moretones y tan hinchados que ni siquiera sintieron curiosidad por el aspecto del que estaba llegando.   No era normal, como aquellas veces que se reunen muchachos en una pequeña habitación, donde resulta imposible que no cuchicheen o que platiquen abiertamente.  Mis amigos estaban tan golpeados que no platicaban y apenas se veían de reojo y seguramente, a falta de espejos, pensaban: “Así como están aquellos, debo estar yo”.  En mi caso, la situación no era tan grave, pero tampoco dije una sola palabra, no por dolor propio, sino como respeto a mis amigos en aquella condición.  Por ejemplo, al actual alcalde de Mixco, el hijo del ahora presidente, le quebraron la nariz.   En verdad, había sido una carnicería.   Si alguien quiere o no puede imaginarse cómo tenían el rostro aquellos cadetes, que busque en Youtube la segunda pelea de Caín Velásquez contra Junior Dosantos y podrán verlo, porque todos tenían el rostro como Junior Dosantos al finalizar la pelea.

- Al finalizar el evento, me llevaron en un vehículo al hospital militar en la ciudad capital.   El dolor se agravó terriblemente y el brazo había quedado completamente inmóvil, como engarrotado junto a mi cuerpo.   Me colocaron anestesia y desperté hasta el otro día cuando me avisaron que me preparara para volver a la Escuela Politécnica.  Me enyesaron para inmovilizar el brazo izquierdo junto a mi cuerpo y sufrí ese yeso por casi un mes, el mismo tiempo que sufrieron los de nariz o costillas rotas.  Pero gané el exámen de espadín y el derecho a vestirme como un Caballero Cadete.  Eso, sólo es una muestra de lo que cuesta vestir ese uniforme y aquellos que se retiraron cuando teníamos quince días de haber ingresado, supongo que lo presintieron.   Era cierto, sólo por vestir el uniforme no valía la pena, era necesario tener ese deseo en el corazón que nos diera la fuerza para lograrlo:  Es el mismo impulso que siente un niño que desea ser bombero, policía o enfermero.  Las personas comprenden sus propias motivaciones pero suelen menospreciar las de otros.   Allí empecé a comprender por qué los guerrilleros no se pudieron infiltrar y convertirse en oficiales del ejército de Guatemala para luego tomar el control.  No, ellos nunca amarán a Guatemala como lo hace un soldado de verdad.   Ellos no eran probados de aquella forma, sólo les llenaban de resentimiento y mentiras acerca de su ejército para que su odio les permitiera asesinar sin escrúpulos a nuestros soldados de cualquier forma que les fuera posible, sin importar si era sucia y cobarde.

- Quisiera decir: “Nunca lloré”, con relación a mi estancia en la Escuela, pero sólo podré decir: “Nunca me vieron llorar”.    Una noche no me fue posible resistir y lloré en silencio.   Las lágrimas brotaron sin control de mis ojos y una profunda tristeza me inmovilizó por unos minutos.  Sucedió para la segunda semana santa que visité a mi familia.  Era el domingo de resurección de madrugada.  La tarde del sábado de gloria había estado en la playa y por la noche en el tradicional baile de la playa Tulate.  Cuando llegó la hora de partir; usando una motocicleta Yamaha de 80cc, una ochentía decían, volví a casa para despedirme de mis padres que dormían y recoger la mochila con mis cosas, porque la camioneta que tomaría  salía de Tulate a las dos y treinta de esa madrugada.  Mi casa está construida en una ladera y desde la calle de terracería se puede ver el techo como si la casa estuviera en un hoyo.   Esa madrugada, casi desperté de su profundo sueño a mis padres cuando me llegué a despedir de ellos y apenas me hablaron cuando les dije adios. Les di un beso y les dije que volvería pronto.   Cuando salí a la calle, a punto de encender la moto me detuve.  La luna llena, una gigantezca luna llena estaba frente a mi, iluminando las viejas láminas de mi casa y del rancho de manaca que hacía las veces de cocina.  Era una vista impresionante y me quedé sin fuerzas con los brazos caídos a mis costados, no quería mover un solo músculo para retirarme de aquel lugar.  En esa ocasión, me dolió hasta lo más profundo de mi corazón tener que retirarme de aquella “mi casa”.   Con la palma de mis manos me sequé las lágrimas del rostro, seguro que la luna guardaría mi secreto en aquel momento de debilidad.  Con esfuerzo recobré el ánimo para escapar con prisa de aquella escena que me estaba quebrando el espíritu de continuar mi camino.   En mi mente se cruzaron dos mundos: Aquel apacible lugar lleno de amor y aquel otro mundo donde todo eran reglas, exigencia constante y momentos en los que se desfallecía por la exigencia física:  No era difícil saber hacia donde me gustaría irme, pero yo me había hecho la promesa de no rendirme.  Por eso elegí lo menos cómodo, lo que mi cuerpo no deseaba pero mi mente y mis ideales me empujaron de vuelta a la Escuela Politécnica, para continuar hasta el final.

- El agotamiento era extremo en casi todas las actividades programadas y no programadas.  Se puede decir que extraían hasta la última gota de energía de nuestro cuerpo.  Con un ritmo de vida físicamente tan exigente, el cuerpo genera resistencia y se acostumbra admirablemente, sin embargo, con toda y esa resistencia adquirida en dos años y medio, a mi promoción, que ya para entonces constaba de veintiocho solamente, la llevaron, como parte del entrenamiento, a patrullar o recorrer los cañaverales de la costa sur, sin utilizar los caminos que dividen los cañaverales en una especie de cuadrícula, aclarándonos que la comodidad de utilizar los caminos podría costarnos la vida.  Los oficiales, supervisando que realizaramos el entrenamiento correctamente, nos advertían que los guerrilleros acostumbraban colocar minas “antipersonales” o “quita pie” en los caminos y veredas que se encontraban en la montaña, por eso, los soldados deben caminar sin usar esas facilidades.  Para nosotros, en aquel tiempo, el nombre “quita pie”, aunque nos explicaban el daño que provocaba, no ilustraba el drama y tragedia que ese tipo de minas significó para muchas familias de soldados que perdieron la vida o una de sus piernas por esa sucia práctica guerrillera.  Sin probar alimento, aquel día caminamos un día completo abriendo brecha entre la caña y cuando la noche ya estaba muy avanzada, el oficial nos recordó el punto al que debíamos llegar y la hora límite, las seis de la mañana del día siguiente y se retiró.   Todavía oscuro en la madrugada, nuestros cuerpos ya no resistían y faltaban casi cinco kilómetros para llegar al punto de reunión.  El último tramo era sobre la carretera, pero dar un paso más era muy trabajoso.  No podíamos detenernos porque a ese lento paso, no llegaríamos a tiempo.    Con trabajo caminábamos unos pocos pasos y veíamos si alguien no había avanzado para animarlo a continuar, de repente, con la poca luz de la luna que nos alumbraba, veíamos alguna especie de estatua que no se movía y sabíamos, sin lugar a dudas, que no era un fantasma, sino que uno de nosotros se había dormido de pie y lo regresábamos a animar para que continuara.   No creo que alguno de nosotros haya olvidado esa noche.  Llegamos al destino a tiempo, pero aquel amanecer no parecía real.  Nos permitieron descansar dos horas y luego nos preparamos para el siguiente entrenamiento de “Asuntos Civiles”, que consistía en invitar a los vecinos a reunirse en un punto, para que los niños quebraran una piñata que más por milagro que por cuidado nuestro, llegó entera después de pasar por la plantación de caña con nosotros.   El oficial encargado del entrenamiento nos entregó los dulces para llenar la piñata y teníamos prohibido comer de aquellos dulces.  Los niños disfrutaron aquella piñata y nosotros nos hicimos amigos de ellos porque de esa forma nos compartían sus dulces disimuladamente, pero un niño que no fue apropiadamente convencido se quejó a voz en cuello, llegando a oídos de los oficiales:   “Este soldado me está pidiendo mis dulces” y todos, aparte de reirnos por la imprudencia de aquel pequeño, supimos que aquel incidente significaba un par de horas de castigo físico, como disciplina por no haber resistido la tentación de ‘ayudar’ a los niños en la comilona de dulces que estaban disfrutando”.  Sucedió lo del castigo y después nos permitieron comer.
 
En memoria de los soldados que dieron su vida por Guatemala
y de miles de humildes hogares que perdieron un ser querido defendiendo nuestra libertad: www.miEjercito.com
 
 
 
Cuando los guatemaltecos conozcan y valoren la verdad, la patria honrará a sus soldados diciendo: Gracias humilde soldado, porque diste tu vida por la libertad de tu pueblo.
 
Condenar de genocidio a un soldado de Guatemala, es condenarlos a todos, incluso a los que murieron a manos de los que hoy pretenden esta farsa de juicio.   No importa cuántos años tengan derrochando el dinero de sus cómplices con vallas publicitarias hablando de genocidio.  Tampoco importa cuán expertos sean para mentir dramáticamente, la verdad es que nuestros soldados eran indígenas y sólo en una mente enferma puede caber la idea que se les daría la orden de asesinar indígenas.  Decir que nuestros soldados obedecían la orden de asesinar indígenas o pobres, es insultar la inteligencia de los guatemaltecos que aman la verdad y la paz.
 
 
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